
Ocurrió en Buenos Aires, una vez. Su compañero caminaba al lado de una señora, se cruzaron de casualidad y le dijo: "Uy, vení. Ella te quiere decir algo". Palabras más, palabras menos, así fue:
- Hola, ¿cómo le va?
- Hola, ¿qué tal? Mi hija va a empezar a trabajar con ustedes.
- Ah... mire usted. Bueno, ¡allá va a estar bien, seguro!
Pasaron semanas. Y meses. Lo cierto es que la "gente nueva", al fin, entró. Él no se acuerda de ella en particular, de haberla distinguido. ¿Se acordaba? Seguro que sí. ¿La vio parecida? Tal vez, ante la novedad, no reparó en ello.
De los primeros días, de los primeros meses, sin recuerdos. Pero en algún momento él, que tenía la mano, tomó el codo. Y le atendió el teléfono. Era una chica.
Ya con el codo, fue por el hombro: le sacó el tubo. Se puso a hablar. Saludó a la desconocida. Al rato, ya le estaba pidiendo el mail de la chica del teléfono a ella, su compañera más jovencita.
Ella se lo dió. Él le escribió. Algunos mensajes fueron y vinieron. Él le avisó que la agregaría a su "msn". Así fue y charlaron. Una vez. Otra. Otra.
De época tumultuosa... "A ver si nos vemos". "Bueno, dale". Pero nada. Hasta que otra vez "Bueno, ¿nos vamos a conocer?". La respuesta de ella: "Dale".
Parecía que sí. Al menos, en eso habían quedado. Cuando él estaba por tomar el 65, que lo llevaría a la estación del tren camino de aquella zona, que desconocía en absoluto, le mandó un mensajito de texto. Ella, sin dar opciones: "Mejor otro día".
Así las cosas, él borró de la lista el número de la chica desconocida.
Es casi folclórico: "Las victorias tienen muchos padres; las derrotas son huérfanas"...
Es casi folclórico: "Las victorias tienen muchos padres; las derrotas son huérfanas"...
Pero había alguien más...
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