
Se bajan juntos. Él parece sorprendido. Tal vez, en París o en Tokio tendría la misma expresión de curiosidad. Le sigue preguntando. Ella le cuenta algo. Y más. ¡Cuánta paciencia! Pero siguen riendo. Y él la sigue (ad) mirando…
Que el Mc. Que la casa de deportes. Que las zapatillas. Que la mochila. Que el bar más lindo. Que la casa de sushi. Que una casa de cotillón. Que dos. Él que no le dice qué entró a averiguar. Ella que es la que ahora pregunta, y le pregunta y le vuelve a repreguntar…
Le habrá dicho algo así como… ¿A cuántas cuadras s de acá? ¿Y por dónde salís? ¿Vas en colectivo? ¿Te cruzás a todo el mundo? ¿Conocés a todos? Yo no conozco ni al que vive debajo de mi depto… Qué linda calle… me encantan las veredas así…
¿Son los mismos que el viernes anterior iban por el barrio más nuevo de la gran ciudad? ¿Son los mismos que estaban conociéndose un poquito, contándose de su familia y de vaya uno a saber qué más? ¿Es el que, cuando se hizo ese silencio que duró unos segundos, le tomó la mano? ¿Y es ella la que no se la sacó? ¿Es mismo chico que se quedó como pensativo durante dos, tres segundos? Parece que sí…
Y hoy siguen caminando. Se los ve bien… casi disfrutando. ¿O no? Él que ve la calle con el arbolito en el medio. Ella que le dice “un día de estos te llevo al zoológico”. Y uno de los dos, que le dice al otro de ir a tomar algo.
El lugar lo elige ella… conocedora de su tierra… Él confía, parece. Y parece que confía más allá de esa elección… Entran al bar… Él le dirá que no estaba en sus planes, que no salió con “mucho dinero”… Ella que le dice “no importa”.
Él da increíblemente vueltas y más vueltas para elegir la mesa. Hasta que se sientan frente a frente. Ella, impiadosa (¿será siempre así?) le dice “siento que salí con un nene de cinco años”. Él sólo sonríe. Una vez más. Sí. Una sonrisa más…
Un picada, elige ella. Un licuado de… frutillas… para… él! Sí! Para él!!! Una gaseosa pide ella… Y hablan más. Y más. ¿De qué? De la secundaria, del trabajo (sí, son compañeros de trabajo, confirmado), de los amigos… Y quién sabe de qué más.
Cómo la mira… A veces, de a ratitos, es como que se queda pensando… No es más que un segundo por vez… y no son tantas las veces… Pero así es… La noche cayó… En un momento, mitad en broma, mitad en serio, él le dice “no importa, ceno en tu casa”. “Bueno, dale, vamos”. Y él que pone su cara de pánico y le contesta el previsible “te estaba jodiendo”.
Ella lo invitó. Salen a la calle. Hay que volver. Siguen hablando, riendo, contándose. Él entra a un locutorio y hace una breve llamada. Llegan al cruce del otro tren de la zona. Parece que falta para que venga. ¿En qué momento sacó el boleto? Lo que llama apenas la atención es que se queden en el “laberinto” rojo y blanco. No entran a la estación. Él se sienta sobre el laberinto. Ella que se queda parada, a su lado.
Siguen hablando. La noche oscura pero sigue hermosa. Parece que son más de las 23. El tren que no llega. No se lo ve apurado. A ella tampoco. Tan tranquilo se lo ve, que parece que no tendría problema en quedarse toda la noche ahí, hablando, (ad) mirándola. Porque no dejó de (ad) mirarla desde que tomaron el tren.
Y de repente... algo que parece que ni él tenía decidido. Y tal vez, tampoco ella. Él la volvió a mirar. Y hubo un silencio. Y la abrazó. Se le acercó y la besó. Un beso. Casi un besito. Nada más. Simple. Casi inocente. Y otro abrazo. Y él que no la quiere soltar.
En el laberinto… Ellos solos. Aunque hubiera más gente… sí, sólo ellos. Con el farolito, al lado suyo… que todo lo ilumina… y más la carita de ella… El farolito, acaso, único testigo…
Siguen abrazados. Parece que ahora sí, viene el tren. Se miran. ¿Sonríen? Parece que sí. Él le pregunta si se lo tiene que tomar (evidentemente, se quedaría un ratito más). Ella que le dice “andá”. Y se va.
No sé cómo se fue ella. A él se lo ve tranquilo. Mitad curioso, porque es la primera vez que viaja en ese tren. “Es muy de capital”. Se sorprende, quizás, de lo bueno que fue el viaje. Arriba del 65.
Llega a su casa y a su habitación. De repente, una luz: el monitor. Y él que se pone a chatear. Está ella. Es cerca de la medianoche. Al menos para él, en el mundo sólo existe, en ese momento, ella. Así se lo vio hasta las tres. Embelesado. Sí. Embelezado. Uno apostaría a que el día de mañana, él querría volver a vivir ese día, esa tarde, esa charla en el bar, esa noche, ese beso, ese abrazo, ese momento de embelesamiento.
No caben dudas. Él quería estar un ratito con ella. Quizás, no sabía cómo. Y quería abrazarla. Y quería sonreir con ella. Y quería mirarla. Pero más que mirarla, la terminó admirando todo el día. Y el farolito fue el sorprendido testigo del (impensado) beso. Si no hubiera sido por él, no podría haberle visto a ella sus ojitos cerrados cuando la besó.
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